jueves, 24 de diciembre de 2009

CRÓNICAS PARISINAS V: 08/12/09


Hoy es el último día. Hay que aprovecharlo al máximo. La sensación de agobio provocada por la cuenta atrás amenazaba. Aunque en algunos momentos me dejé llevar por ella, también es verdad que tuve otros en que la ignoré por completo.


El museo de Orsay quedaba pendiente. Menos mal que esta vez la huelga tuvo un efecto positivo, ya que gracias a ella entramos gratis. El museo había sido una estación de tren en tiempos, que fue reconvertida e inaugurada como museo en los ochenta. Es interesante descubrir los rastros de la estación, tanto dentro como fuera.

Más de dos horas estuve enganchado a todo lo que había ahí dentro, especialmente a la exposición temporal de Art Nouveau. Me gusta como el principio de esta exposición mira a Dalí a través de sus fotografías y a Barcelona a través de Gaudí, para acabar incluyendo de forma creo que exhaustiva representaciones populares en forma de carteles de conciertos y películas, portadas de discos, y diversos productos de mercado.

Después decidí ir en tren hasta la Catedral de Notre Dame. Entré, di una vuelta y salí. Me vi en una absurda encrucijada: ¿qué debo hacer para aprovechar más el tiempo? Después de descartar la idea de ir a la casa de Victor Hugo, decidí dar un paseo por Montparnasse, ya que lo tenía al lado. Caminé bordeando el Sena por el lado de la Isla de la Ciudad, crucé el Puente Nuevo y ahí acabé, en Montparnasse y sus deliciosas callejuelas que flanquean el río.

Mi siguiente parada fue la librería Shakespeare & Co., que se parece al Louvre en el sentido que no sabes si dejarte impresionar más por el continente o el contenido. Una librería con solera, fundada hace ya unas cuantas décadas en un local que creo que en tiempos había sido una bodega. Libros apilados y amontonados, sin esa pulcritud de ls librerías modernas que los hace aún si cabe más interesantes. Orden y desorden se complementaban perfectamente en esta librería de madera antigua y confortable.

Subí unas escaleras. En la planta de arribla unos carteles invitan a los visitantes a quedarse un rato a leer o incluso a escribir a máquina. La máquina era una preciosa Underwood que estaba dentro de una cabinita. Me quedé un rato sentado, escribiendo a mano, en un espacio de esta planta. Al salir crucé la máquina de escibir y no pude resistirme: me senté frente a ella, arranqué una hoja de la libreta, la enrollé y me puse a teclear. Y lo que salió fue esto:

“No quiero desaprovechar la oportunidad de volver a escribir a máquina tal como lo hacía cuando era niño. Y la mía era más moderna, pero no era una Underwood modelo año vaya usted a saber. Es cierto: cuanto más crezco más bonitas son mis herramientas. Quiero decir, las herramientas que utilizo.”

Después de una hora embelesado en esta librería decidí ir a la búsqueda de algo que dos días antes quizá había perdido. Revisité Montparnasse y el Barrio Latino para ver si tenía más luz y color que la anterior vez que estuve. Debo reconocer que esta vez el paseo fue más delicioso puesto que decidí perderme un poco y dejarme llevar. Bordeé La Sorbona, imponente, majestuosa. Cuanto saber blindado ahí dentro. Después entré en en un elegante snack bar para beber una cerveza y comer algo. Bien. Aún tenía un par de cosas pendientes.

Fui andando hasta la estación de tren de Notre Dame para dirigirme a la Torre Eiffel, a la cual subiría después del paseo en barco por el Sena. El barco cargaba muy cerca de la torre, y dio un viaje de menos sde una hora. Lo bueno de esto es que te da una idea global de lo que es la ciudad en solo una hora, y además hay una audición que te va contando cosas. Lo menos bueno es que estás ahí metido en tu burbuja de turista, resguardado del frío y la lluvia, vislumbrando, a veces intuyendo la belleza de la ciudad desde ahí abajo, pero sin llegar a alcanzarla a pie de calle. También es verdad que el día había sido demasiado largo y yo ya estaba bastante cansado.

Salí del barco y me apresuré para llevar a cabo la culminación del viaje: lo más alto de la Torre Eiffel. La subida fue demasiado larga teniendo en cuenta que no había mucha gente, ya que eran más de las diez de la noche y estaba lloviendo un poco. La sensación de estar enjaulado en esa estructura de hierro, mientras subía y bajaba por los ascensores, fue curiosa. Tengo que decir que las vistas dessde arriba del todo, aun siendo espectaculares, se me diluían en mi cansancio. Fue la misma sensación de estar en una vitrina de cristal, la misma que la del paseo en barco.

Y eso ha sido mi viaje, mi descubrimiento de esta ciudad tan fascinante. Un descubrimiento hecho a golpe de guía y de cámara de fotos, más con los ojos de un turista que los de un visitante. Creo que la vida de una ciudad se descubre mejor de la mano de un lugareño. No obstante, es agradable explorar una ciudad como París, aunque sea sólo.

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